"El Sistema": crónica de periodista de Radio Yaraví, ganador del IX Concurso Literario El Búho

"El Sistema" narra la historia de cuatro familias arequipeñas que perdieron a un ser querido durante la pandemia del COVID-19.
2021-01-07 12:47:07
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Foto: Diego Ramos

Lo más probable es que Raúl trajo consigo el virus que seis días después mató a su padre Sabino. Es casi imposible determinarlo ahora que la familia quedó partida. Algunos acusando al hijo menor por matar al padre y otros consolados que los 71 años pesaron cuando el virus sin permiso irrumpió en sus pulmones y se lo llevó en menos de una semana esperando una cama en EsSalud. Como fuese, Raúl no ha podido encontrar paz entre los suyos y no quiere recordar esos momentos cuando le pregunto para un homenaje que intentaba hacerle a las víctimas anónimas de la pandemia, talvez porque en el fondo sabe que lo que dicen de él sea cierto y exponerlo en público podría desatar aún más los rencores antiguos que existen entre sus 7 hermanos. Así como él, miles llevan sus culpas en secreto.

“No podía esperar a que me echen del trabajo”, me dice al intentar explicar que el contagio lo adquirió al volver a laborar luego de dos meses de para. La Municipalidad Provincial, donde es un alto funcionario, lo había conminado para que retorne al sector de cobranzas donde hacía faltan decisiones para ejecutar lo aplazado. La comuna necesitaba dinero pues la recaudación había disminuido tanto que peligraban los sueldos de los trabajadores. Al revisar las edades y peso de los que estaban confinados, se dieron cuenta que sus 46 años y su semi estado  atlético no justificaba que continúe encerrado así es que le dieron el ultimátum municipal y a él no le quedó otra.

Era el inicio del primer pico de contagio a mediados de julio. Semanas atrás había empezado ya el internamiento obligatorio y cómo aún no habían explosionado los casos vertiginosamente pensó que la situación difícil era cosa del pasado. De muy mañana acudía al municipio y se entrevistaba con algunos obreros. Procuraba distancias, usaba doble mascarilla y dos envases en gel y líquido de alcohol que portaba en sus bolsillos. Visitaba algunos mercados donde se venían implementando protocolos en esa rutina que le había impuesto su sistema de trabajo donde no escapaba la posibilidad de tocar gentes y cientos de papeles de los registros. Presume que en esos trámites adquirió el virus que llevó a su casa donde vivía con sus padres. “No quiero que publiques esa historia porque no queremos que aún nadie se enteré que Sabino murió”, me señaló su hermano Samuel. Por algún motivo que ronda con la vergüenza y el desconocimiento sobre las circunstancias mundiales, aún ahora hay muchas familias que se resisten a reconocer que sus integrantes murieron del coronavirus. Como si hubiera estado inhabilitada o proscrita esa palabra para los que perdieron algo o alguien durante la pandemia.

De esos casos encontré varios. Por ejemplo una familia que perdió a tres hermanos en pocas semanas. Cómo si se tratase de un listado alfabético para morir por consecuencia de la depresión y la tristeza: dos en Arequipa y otro en Brasil. Algunos de sus hijos y sobrinos en el medio de su dolor intentaron dar sus testimonios a manera de consuelo, pero cuando ya había previamente discutido los detalles técnicos de la grabación, nunca volvían a responder. Sólo unos mensajes semanas después. “disculpe mis otros primos no quieren dar a conocer la muerte de su padre. Yo sí, pero ellos creen que los van a culpar”, decía al otro lado del wathsapp antes que me bloqueen para que no les moleste mi terquedad periodística.

Como normalmente sucede cuando acecha la muerte y más aún en medio de la incontrolable pandemia, la historia de los muertos tiene un sentido reivindicador, pero cuando el número por abrumador y las condiciones prohíben los epitafios, funerales y entierros pasan desapercibidos. Si alguien no cuenta las historias como lo hacían antes los diarios o las campanas de las iglesias, corremos el riesgo que en algún momento se desconozcan los muertos, la redes sociales mientan o cambien las causas, talvez  los traspapelen todo, pensaba esto mientras buscaba historias y sucedió de pronto lo de Hugo.

La mañana del 12 de julio a través del grupo virtual leímos: “compañeros nuestro amigo se ha ido” y automáticamente dejaron de sonar las campanillas de ingreso de textos y ese silencio incógnito se apoderó de los corazones de los que conocíamos al periodista de 62 años. Alguien programó inconscientemente la computadora de cabina y presumieron que, cómo yo había conocido menos a Hugo, fuese el que elabore una especie de epitafio radial. “La radio tiene que seguir funcionando y además la gente va querer saber porque nos fuimos del aire, así es esto” me escribió Rosario con el emoticón amarillo desbordando un chorro de lágrimas. Quince días antes, mientras locutaba en su micrófono como hace 27 años le llegó un mensaje a Hugo al whatsapp con las imágenes de un incendio en Miraflores. Eran las 5.30 de la mañana y como ya las restricciones se habían impuesto en la radio, no había reporteros. Decidió ir porque le encantaba narrar en la calle. Aunque la cabina no era de su desagrado, vivía el reporte como si fuese un adolescente aprendiz. Llegó en su acostumbrada motocicleta roja Yamaha con mucha vehemencia en un incendio donde había presuntas responsabilidades de la envidia y venganza de los vecinos con una recicladora. Un tema de corte social que aprovechó Hugo porque además le gustaban los temas que reivindicaban la lucha de los pobres y ese caso, por ser su distrito lo movió aún más.

En esa vorágine descontrolada que son los incendios fue bañado por la motobomba de los bomberos, esa situación desató una neumonía que dos días después lo llevó a la cama, en una semana a estar grave y en diez días fallecer. Cuando comprobaron que además se trataba del coronavirus que en esa alianza mortal con la neumonía produjeron la mayoría de muertos en la temporada de invierno, le atribuimos una responsabilidad a las pruebas que previamente le salieron negativas. Una vez más para él tampoco encontramos cama en EsSalud, el sistema había colapsado semanas atrás y lo único que quedaba era esperar en los pasillos para que alguien que estaba en Cuidados Intensivos muera y dejase su lugar. De cada 10 internos en UCI sólo 8 salían con vida, por eso, cuando por fin Hugo obtuvo una cama sabíamos que estaba condenado por lo que una mañana del 13 de julio, en el horario en que normalmente reportaba la corrupción o la muerte, tuvimos que anunciar la suya.

Eran días incontrolables. Las autoridades habían desaparecido más de lo normal, se empezaron a reportar muertos abandonados en las calles, las fotografías y videos alcanzados a las plataformas informativas se asemejaban a cuadros que ya habíamos visto en otros países y era obvio que estábamos abandonados y a merced del virus. La gente apelaba al matiko y otras hierbas tradicionales y a la desinformación de las redes. Ni siquiera podía rezarse porque las iglesias estaban cerradas y abandonadas y con los hospitales abarrotados y el oxígeno medicinal impagable mucha gente prefería esperar su destino final en casa. A pesar que había confinamiento obligatorio en agosto, Julio Huallpa decidió reincorporarse al hospital de EsSalud del distrito de Yanahuara. Semanas después que falleciera, su hija Patricia me contaría que ella le rogó hasta el último que no lo hiciera.

La busqué porque protagonizó un video que hizo llorar en silencio a todas las enfermeras y médicos del hospital. Aún con el cuerpo de su padre en trámite protocolar para la bolsa negra de plástico y cremarlo, ella acudió al patio gris del nosocomio y gritando entre lágrimas e impotencia apuntaba con su dedo índice derecho a todos: “lo dejaron morir como a un perro”. Julio era trabajador de limpieza y hasta ese entonces para los registros de los que fallecían por el Covid 19 en el sistema médico parecía que ellos no existían, pues se contaba y se transmitía entre bocinazos decesos de galenos y enfermeras y sus compañeros de hospital como Julio no contaban. “Mi padre dio todo por su institución, pero lo dejaron morir, por eso les digo que cuando ustedes caigan los van a tratar igual” gritaba mientras ya sin fuerzas Patricia lloraba y sostenía una foto en su pecho de cuando su padre fue dirigente de fútbol.

Ella quería grabar porque su familia no tenía por qué sentir algún tipo de vergüenza, porque además, muchos lo conocían por su honestidad y entrega obediente a su trabajo y que si algo debía hacerse es contar su historia para que el sistema no se repita en su caso. “Él fue mi héroe y se fue en el lugar que tanto amaba. Se fue también ayudando a otros a salvarse, no había alternativa (pues) a mi padre no le quedaba otra” me dijo. En el camino de los más de 2200 que perdieron la batalla en estos tiempos, han quedado muchas historias sin contar. Al menos aquí hay algunas.

federicoabril

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